domingo, 13 de marzo de 2016

Furca, desparpajo insolente


Mientras leía Furca, además de no parar de reírme, no podía dejar de pensar en una coincidencia que, la verdad, no era mucho más que eso, una simple coincidencia. Pero que tanto la novela, sus autores y, en este caso, su lector sean de Mar del Plata, le daba un gustito muy especial a un libro que ya venía muy bien condimentado de por sí.

Era mi primera incursión en una novela de raíces marplatenses y, por ende también, mi primer enfrentamiento con dos brillantes escritores como demostraron ser Fernando del Río y Sebastián Chilano. Y sí, como siempre sucede con libros semejantes, el único arrepentimiento que me deja esta experiencia es el de no haberlo leído antes.

Furca, la cola del lagarto (2009), narra básicamente la vida de un hombre en silla de ruedas que no tiene piernas. Bueno, en verdad, esa sería la manera más formal, correcta y elegante de refererise a él. La novela, sin embargo, elige ser un poquito más cruel cuando tiene que hablar de su protagonista: es el tullido, el parálitico, el deforme, el enano, el lisiado, el inútil, etcétera, etcétera. 

Supongo que eso les dará un indicio más que claro de cómo es el lenguaje aquí. No es complejo, sino más bien simplón, brutal y coloquial, pero tan preciso y bien pensado, que fluye como un río turbulento cargado de ironías y metáforas que hacen repensarnos a nosotros mismos y a las miserias que flotan en nuestra sociedad (y que lamentablemente no están escondidas; están a la vista de todos).

De ese modo, Chilano y del Río nos sumergen en el particular mundo de Furca. Por un instante -porque la novela es eso, un instante-, somos la mirada del hombre que está postrado eternamente en una silla, que vive en una cárcel con ruedas. Y aquí, el gran peligro de caer en lugares comunes; en esa lástima que a veces es tan pegajosa como insoportable. Sin embargo, sus creadores optan por el humor. Que sí, que duele, que es ácido. Pero que hace reír, y eso es lo que vale.

De izquierda a derecha: Fernando del Río y Sebastián Chilano.
A Furca también se lo podría encasillar como un personaje cliché, monótono. Pero tampoco. Es creíble, es real. Es un dibujante de historietas que, entre otras cosas, gusta del buen vino, de las lecturas de Juan Filloy y que aborrece a la religión y al peronismo. ¿Cómo es posible que haya gente que piensa para algunas cosas pero que después termina siendo peronista?, pregunta nuestro amigo, en una agitada mesa navideña.

Porque Furca es así: no le teme a nada ni a nadie, dice y hace lo que quiere. Porque más allá de la desgracia, de las limitaciones obvias, de que hasta ir al baño sea una hazaña y un desafío, sobran sus aventuras por la ciudad: como su escandalosa presencia en el centro evangelista, su problemático desembarco en el balneario San Sebastián, o sus asiduas concurrencias a los cabarés.

Y que la novela tome como escenario a Mar del Plata y en ella recorramos Luro, Colón, Castelli, Alvarado, expone otro de los grandes aciertos de sus autores. Construyen esa atmósfera de forma prolija y sin abundar en descripciones. Hablan, por ejemplo, de las particulares condiciones climáticas que reinan en La Feliz: "En Mar del Plata el verano no tiene cuatro meses. Tampoco lo tienen las otras tres estaciones del año (...) el clima ofrece variaciones tan marcadas, que no se recuerdan dos años similares".

Confieso también, salvando las distancias y sin pretender ser vulgar con la comparación, que Furca me hizo recordar al famoso doctor de una serie de televisión (ese que tenía ojos celestes y usaba bastón, seguro lo recuerdan) ¿Por qué? Por lo renegado, por lo hostil, por lo solitario. Es cierto que su mamá, su hermana y especialmente Javier Biblioni, su cuñado, nunca se ausentan; al contrario. Pero él está solo, y siempre va a estarlo.

Quizás se me haya ido un poco de las manos esta reseña. Pero bueno, resumiendo, aconsejo absolutamente la lectura de Furca, la cola del lagarto por su originalidad, por alejarse de lo convencional, y por ser una novela que siempre va para adelante, que nunca se estanca. Es, literalmente, un trajín de anécdotas constante. Y es ese desparpajo insolente que se percibe en la narrativa, el exponente todo lo delirante y atrapante que puede llegar a ser.