lunes, 1 de octubre de 2018

Con las piezas que más gusten


Dirigido por Oliver Stone, y estrenado en la 66ª edición del prestigioso Festival de Cine de Venecia en 2017, el documental “Al sur de la frontera” es una reivindicación de la lucha que encabezó Hugo Chávez para evitar el avasallamiento de Latinoamérica ante las políticas imperialistas de Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional.

En poco más de una hora, el cineasta norteamericano, ya reconocido por películas como “Platoon” (1986) y “Wall Street” (1987), intenta reconstruir el proceso de recambio político que permitió consolidar el socialismo en buena parte de los gobiernos sudamericanos, con el paso de las últimas décadas.

Desde un primer plano, Stone ya cautiva con su propuesta. Es que al externalizar su óptica, reconoce otras realidades y advierte los sesgos voluntarios a los que recurre la hegemonía mediática de su país. Desnuda, así, a medios de comunicación cómplices, que alimentan una política de Estado que sólo se propone un único objetivo: construir “nuevos enemigos”.

 “Tirano”, “Dictador”, son los términos a los que apela la prensa estadounidense cuando se refiere a Hugo Chávez. Pero es a partir de ese ataque permanente del que es blanco el presidente venezolano, que el cineasta, contra todas las vociferaciones de Estados Unidos, enaltece la vehemencia de su discurso, su ideología fundada en la figura de Simón Bolívar, y lo reivindica como el principal símbolo de lucha e independencia de Latinoamérica.

Y en una segunda instancia también aparece Néstor Kirchner, ante la negativa que mostró a la política exterior que buscaba implementar el Gobierno de George Bush, durante la histórica Cumbre de las Américas que se celebró en 2005 en Mar del Plata. “Fue el paso más importante que dio la región”, se insiste en el documental.

Sin embargo, el enamoramiento y la idealización de las políticas chavistas sólo le permiten al director dar forma a un largometraje demasiado sintético y parcial, y de conclusiones fáciles y previsibles. Que sólo se limita al testimonio de mandatarios, pero que no profundiza, en primera persona, sobre los disimiles y complejos contextos sociales que transversalizan a Sudamérica.

No se lo condena a Stone por tomar partido: sino por la intención, para nada inocente, de reconstruir un rompecabezas sin ir en búsqueda de todas las piezas que constituyen la verdadera política de intereses de la que no están ajenos los países latinoamericanos.

*Trabajo realizado para la materia "Análisis de la Actualidad", dictada por el profesor Walter Medina, en DeporTEA Mar del Plata. Crítica sobre "Al Sur de la Frontera", de Oliver Stone.

Bilenio, y el espacio como receptáculo de la ambición social


Una sociedad que no exige, nunca tiene. Una sociedad que no lucha, nunca consigue. Una sociedad que no desea, nunca alcanza. Y “Bilenio”, de James Graham Ballard, es el retrato de la opacidad anodina a la que elige someterse una sociedad que convive con la superpoblación, que naturaliza la falta de espacios y que, sin demasiada consciencia ni preocupación, decide acoplarse a la incomodidad, a la bajeza y, sobre todo, a la injusticia.

En el universo distópico que construye el escritor inglés, los estrechos cubículos en los que se habilita la vida de las personas se configuran como el espejo material que permite distinguir el grado de ambición que alimenta a los personajes: a diferencia de lo que sucede con sus cuerpos y objetos, los sueños y los anhelos parecen ingresar con holgura en esos cuatro metros cuadrados que fija el Gobierno como límite máximo de extensión de los espacios habitacionales.

Es que la sociedad de “Bilenio” no desea; se conforma con la incomodidad que signa su presente. Los diálogos que comparten a diario los protagonistas de la trama son fieles testimonios de ese vivir farmacológico. “- Has tenido suerte en encontrar este sitio (…) Es enorme, una perspectiva que da vértigo. No me sorprendería que tuvieras aquí cinco metros por lo menos, quizá seis”, destaca con énfasis Henry Rossiter, al visitar el primer cuarto donde habitaba John Ward.

La drástica reducción de los espacios se vislumbra, sin embargo, como la medida más evidente de una política que cercena, al mismo tiempo, otra serie de derechos básicos. En primer lugar, así como las personas prácticamente están despojadas de su intimidad, se pierde el valor de lo privado: la potestad sobre los cubículos recae en el Estado, que es quien se encarga de cobrar alquileres y realizar controles estrictos y permanentes para evitar presuntas violaciones a las leyes habitacionales. La población no sólo está alejada de todo tipo de lujos y posesiones, sino que también queda reducida a las penurias. Los millones de habitantes coinciden en vestimentas que aluden a una baja condición social: “Mientras se abría paso a empujones hacia las casas o las oficinas vistiendo ropas polvorientas y deformes”.

Y se experimenta otro proceso de detrimento con un tercer derecho esencial: el acceso a la comida. Entre las grandes demoras que deben soportar por la superpoblación que inunda los centros urbanos, la descripción de la oferta a la que pueden acceder los protagonistas pone el énfasis en su escasa calidad: “No sólo encontrarían colmado el bar, de modo que pasaría media hora antes de que los atendieran, sino que la comida era además insulsa y poco apetecible”.

Además, en el espacio, que ante la necesidad y ausencia adquiere un valor imponderable en el cuento, se funda una lógica mercantil que penetra sobre el inconsciente social. Es decir, las ansias y las proyecciones de vida que tienen las personas deben evadir toda pretensión de satisfacción personal para someterse a los condicionamientos que imponen las leyes del mercado. Así, en la búsqueda de nuevos cubículos no se descubre el deseo por una mayor comodidad; su impulso está dado simplemente por el hallazgo de la dignidad. El mismo escenario se ve reflejado en la concepción del casamiento: los personajes no buscan sellar su felicidad al encontrar el amor de otra persona, sino que sólo anhelan la ceremonia para aspirar la obtención de algunos metros más en sus futuros cubículos.

“Demasiado cierto. Todos deseamos casarnos para conseguir los seis metros propios”, confiesa, con absoluta naturalidad, Rossiter. En la superpoblada trama de J.G. Ballard, no hay lugar para una mirada que avizore otro futuro más allá de las “jaleas” humanas que abarrotan la circulación por las calles, que busque rebelarse y escapar de una mediocridad insoportable. La única solución que se propone para enfrentar los “ajustes” del Gobierno es amoldarlos a la rutina: “(…) en la última resolución, dijeron lo mismo, cuando bajaron el mínimo de cinco metros a cuatro. No es posible, dijeron todos, nadie aguantaría vivir en cuatro metros (…) Se equivocaban. Bastó decidir desde entonces que todas las puertas se abrirían hacia afuera. Y así nos quedamos con cuatro metros”, recuerda el compañero de Ward.

Tampoco existe oposición alguna a la política oficial. Se deja entrever que la sociedad es consciente de las manipulaciones que se realizan sobre los índices poblacionales pero nunca se produce una instancia de protesta individual o colectiva ante las autoridades: “La política oficial era ahora declarar que la población mundial había llegado a un nivel estable de veinte mil millones. Nadie lo creía”.

No hay preocupación ni malestar en el hálito que se desprende de la atmósfera del cuento: lo que se respira es comodidad. La sociedad actúa con la misma indiferencia que comulga el protagonista, que no resiste los cuestionamientos por la mala calidad de vida pero, sin embargo, nunca sale del lugar de confort para lograr un cambio de su cotidianidad: “Habiéndose entregado voluntariamente a la dinámica de la ciudad, Ward se resistía a rebelarse en nombre de una mejor taza de café”.

La complejidad de la trama no permite atribuir responsabilidades unilaterales: la nulidad de espacios no sólo responde al ajuste drástico del Gobierno, sino, ante todo, a la abulia de una sociedad que cede ante el evidente avasallamiento de sus derechos. Las injusticias que no se denuncian, el silencio que se vuelve cómplice y la resignación que se traduce en consentimiento, expone la falta de ambición que atraviesa a la sociedad de “Bilenio”. Porque quienes callan y observan y nunca cuestionan, siempre quedarán reducidos al incómodo lugar de la intrascendencia.

*Trabajo realizado para el Taller de Oralidad y Escritura I de la carrera de Letras de la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMDP), dictado por el dr. Juan Cegarra. La temática del cuatrimestre abordó la ciencia ficción, y de ese marco se desprende el análisis.

Entre desigualdades y otras condenas: el mundo que nadie quiere dar vuelta

Publicado en 1998 por el célebre escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano, bajo el sello editorial Siglo Veintiuno, el libro “Patas arriba: la escuela del mundo del revés” ensaya una profunda denuncia contra las políticas hegemónicas que moldearon sociedades apabulladas por la marginalidad, la desigualdad y la miseria.

Ante la enorme confusión e injusticia que advierte, particularmente en América Latina, el pensador de la Banda Oriental propone, en una primera instancia, un juego claro y sencillo: poner las cosas y a cada cual en su lugar. Así es que enumera de forma puntillosa toda acción, mérito e intervención de la política y su conjunto, para mostrar los verdaderos rostros responsables de un mundo tan enfermo y confundido.

A través de ese revisionismo histórico, el autor de “Las venas abiertas de América Latina” y “Los hijos de los días” sienta entonces sobre el banquillo de los acusados a Gran Bretaña, China, Rusia, y a otros monstruos del imperialismo que, a lo largo de las décadas, ostentaron poder pero no inteligencia como para evitar hundirse en las aguas silenciosas que arrastran el deterioro y el retroceso social.

Pero, claro está, la denuncia más fuerte se posiciona contra Estados Unidos. Entre los delitos que le imputa el periodista, lo acusa de ser partícipe necesario y tener injerencia directa en la instrucción y preparación de los dictadores que después firmarían con total impunidad los capítulos de la historia más cruentos y oscuros para Argentina, Chile, Paraguay, Bolivia, Brasil y Uruguay.

O también de haber constituido gobiernos latinoamericanos “dóciles”, dispuestos a rifar el futuro de naciones, a someterse a intercambios económicos ruinosos, a condenar estilos de vida a la servidumbre, o a cualquier otro antojo que bajara desde el sillón principal de la Casa Blanca.

El libro de Galeano, en definitiva, no sólo brinda una formidable descripción de las políticas que someten a millones y a sus países y que alimentan el enriquecimiento de unos pocos y de sus depósitos en Suiza, sino que subyace en la construcción de un relato de voluntades, que desenmascara un esquema de poder que perpetúa la “tradición del equívoco”.

La escuela que funda el escritor uruguayo cuenta con un vasto programa educativo que, en algunos tramos, hasta resulta dolorosamente didáctico y pedagógico. Sin embargo, la institución también carece de respuestas para algunas preguntas casi ineludibles.

Cómo puede ser que la mitad de los niños y adolescentes de América Latina, que suman casi la mitad de la población total, vivan en la miseria absoluta. Cómo puede ser que haya tanta miseria y tanto dinero, que ni la riqueza sepa qué hacer consigo misma. Cómo puede ser la política tan miserable y nefasta.

Y quizás Galeano, con su humilde palabra y reflexión, también se ve limitado a encontrar la cura para semejante tragedia cotidiana, pero al menos brinda un diagnóstico certero sobre esos otros padecimientos crónicos, como el machismo y el racismo, que penetran en las sociedades del mundo, desde los tiempos más remotos y primitivos.

Con la ironía y el humor implacable que siempre lo distinguió, el periodista muestra una vez más en “Patas arriba: la escuela del mundo del revés” su lucidez, y todo lo hábil y sutil que puede resultar su prosa; es una pluma que puede engañar por la sencillez y discreción, pero que siempre resulta tan punzante e hiriente como un puñal.

Las acusaciones de Eduardo Galeano no caen en lugares comunes ni se dirigen únicamente hacia la dirigencia política: también sitúan la mirada crítica sobre la dirigencia cultural. Augusto Comte, José Ingenieros, Herbert Spencer, Arnold Toynbee y hasta Jorge Luis Borges, son algunos de los reconocidos intelectuales que desfilan en una catarata de repudios, por configurar distinciones de raza, piel y género retrógradas para toda época.

Con la misma vara acusa a José Hernández y su Martín Fierro, el personaje que encarnó al gaucho pobre y perseguido, pero que opinaba que los negros y los indios eran ladrones, por mera condición étnica. “El indio es indio y no quiere apiar de su condición; ha nacido indio ladrón, y como indio ladrón muere”, reza, a modo de sentencia, uno de los versos citados por el escritor.

Y la paradoja que advierte el pensador uruguayo es tan curiosa como peligrosa: porque son muchas veces los ladrones los que terminan siendo los más robados por parte de Estados, que también están saqueados y que no tienen para mostrar más que la pálida cara de la ausencia y el abandono. Se abre así un círculo vicioso, en el que se condena al criminal, pero no a esa máquina que lo fabrica, y que nunca detiene sus engranajes.

Es que la ley, sostiene Galeano, es como una “telaraña”, que sí, que atrapa a las “moscas y otros insectos chiquitos”, pero que nunca le “corta el paso a los bichos más grandes”. Pero en la naturaleza, toda ley siempre tiende al equilibrio; en la ley del hombre, en cambio, el poder siempre tiene la costumbre de sentarse sobre uno de los platillos que desequilibran la balanza de la Justicia.

Cada una de estas consecuencias, sin embargo, son apenas una causa de la consecuencia mayor: el desprestigio y la crisis por la que atraviesa la democracia. La hegemonía del mercado, según se advierte en el relato, ya está haciendo “trizas” los tejidos sociales y hasta pone en jaque la figura del político, que se reduce cada vez más a los mandatos de las finanzas. Así, en tiempos de tanto desdén, la representatividad de este sistema se asemeja más a una abstracción que a un derecho legítimo.

Si hay algo que no le falta a Eduardo Galeano en este libro, son pruebas para demostrar que el mundo vive equivocado. Que el mundo vuela torcido y confundido. Pero cuidado: no hay que ser ilusos ni inocentes. Porque el problema que se descubre no es que todo el mundo está “patas arriba”: la tragedia es que no existe nadie con voluntad para darlo vuelta.

*Trabajo realizado para la materia "Análisis de la Actualidad", dictada por el profesor Walter Medina, en DeporTEA Mar del Plata. Humilde mirada sobre un librazo del maestro Eduardo Galeano.