lunes, 1 de octubre de 2018

Bilenio, y el espacio como receptáculo de la ambición social


Una sociedad que no exige, nunca tiene. Una sociedad que no lucha, nunca consigue. Una sociedad que no desea, nunca alcanza. Y “Bilenio”, de James Graham Ballard, es el retrato de la opacidad anodina a la que elige someterse una sociedad que convive con la superpoblación, que naturaliza la falta de espacios y que, sin demasiada consciencia ni preocupación, decide acoplarse a la incomodidad, a la bajeza y, sobre todo, a la injusticia.

En el universo distópico que construye el escritor inglés, los estrechos cubículos en los que se habilita la vida de las personas se configuran como el espejo material que permite distinguir el grado de ambición que alimenta a los personajes: a diferencia de lo que sucede con sus cuerpos y objetos, los sueños y los anhelos parecen ingresar con holgura en esos cuatro metros cuadrados que fija el Gobierno como límite máximo de extensión de los espacios habitacionales.

Es que la sociedad de “Bilenio” no desea; se conforma con la incomodidad que signa su presente. Los diálogos que comparten a diario los protagonistas de la trama son fieles testimonios de ese vivir farmacológico. “- Has tenido suerte en encontrar este sitio (…) Es enorme, una perspectiva que da vértigo. No me sorprendería que tuvieras aquí cinco metros por lo menos, quizá seis”, destaca con énfasis Henry Rossiter, al visitar el primer cuarto donde habitaba John Ward.

La drástica reducción de los espacios se vislumbra, sin embargo, como la medida más evidente de una política que cercena, al mismo tiempo, otra serie de derechos básicos. En primer lugar, así como las personas prácticamente están despojadas de su intimidad, se pierde el valor de lo privado: la potestad sobre los cubículos recae en el Estado, que es quien se encarga de cobrar alquileres y realizar controles estrictos y permanentes para evitar presuntas violaciones a las leyes habitacionales. La población no sólo está alejada de todo tipo de lujos y posesiones, sino que también queda reducida a las penurias. Los millones de habitantes coinciden en vestimentas que aluden a una baja condición social: “Mientras se abría paso a empujones hacia las casas o las oficinas vistiendo ropas polvorientas y deformes”.

Y se experimenta otro proceso de detrimento con un tercer derecho esencial: el acceso a la comida. Entre las grandes demoras que deben soportar por la superpoblación que inunda los centros urbanos, la descripción de la oferta a la que pueden acceder los protagonistas pone el énfasis en su escasa calidad: “No sólo encontrarían colmado el bar, de modo que pasaría media hora antes de que los atendieran, sino que la comida era además insulsa y poco apetecible”.

Además, en el espacio, que ante la necesidad y ausencia adquiere un valor imponderable en el cuento, se funda una lógica mercantil que penetra sobre el inconsciente social. Es decir, las ansias y las proyecciones de vida que tienen las personas deben evadir toda pretensión de satisfacción personal para someterse a los condicionamientos que imponen las leyes del mercado. Así, en la búsqueda de nuevos cubículos no se descubre el deseo por una mayor comodidad; su impulso está dado simplemente por el hallazgo de la dignidad. El mismo escenario se ve reflejado en la concepción del casamiento: los personajes no buscan sellar su felicidad al encontrar el amor de otra persona, sino que sólo anhelan la ceremonia para aspirar la obtención de algunos metros más en sus futuros cubículos.

“Demasiado cierto. Todos deseamos casarnos para conseguir los seis metros propios”, confiesa, con absoluta naturalidad, Rossiter. En la superpoblada trama de J.G. Ballard, no hay lugar para una mirada que avizore otro futuro más allá de las “jaleas” humanas que abarrotan la circulación por las calles, que busque rebelarse y escapar de una mediocridad insoportable. La única solución que se propone para enfrentar los “ajustes” del Gobierno es amoldarlos a la rutina: “(…) en la última resolución, dijeron lo mismo, cuando bajaron el mínimo de cinco metros a cuatro. No es posible, dijeron todos, nadie aguantaría vivir en cuatro metros (…) Se equivocaban. Bastó decidir desde entonces que todas las puertas se abrirían hacia afuera. Y así nos quedamos con cuatro metros”, recuerda el compañero de Ward.

Tampoco existe oposición alguna a la política oficial. Se deja entrever que la sociedad es consciente de las manipulaciones que se realizan sobre los índices poblacionales pero nunca se produce una instancia de protesta individual o colectiva ante las autoridades: “La política oficial era ahora declarar que la población mundial había llegado a un nivel estable de veinte mil millones. Nadie lo creía”.

No hay preocupación ni malestar en el hálito que se desprende de la atmósfera del cuento: lo que se respira es comodidad. La sociedad actúa con la misma indiferencia que comulga el protagonista, que no resiste los cuestionamientos por la mala calidad de vida pero, sin embargo, nunca sale del lugar de confort para lograr un cambio de su cotidianidad: “Habiéndose entregado voluntariamente a la dinámica de la ciudad, Ward se resistía a rebelarse en nombre de una mejor taza de café”.

La complejidad de la trama no permite atribuir responsabilidades unilaterales: la nulidad de espacios no sólo responde al ajuste drástico del Gobierno, sino, ante todo, a la abulia de una sociedad que cede ante el evidente avasallamiento de sus derechos. Las injusticias que no se denuncian, el silencio que se vuelve cómplice y la resignación que se traduce en consentimiento, expone la falta de ambición que atraviesa a la sociedad de “Bilenio”. Porque quienes callan y observan y nunca cuestionan, siempre quedarán reducidos al incómodo lugar de la intrascendencia.

*Trabajo realizado para el Taller de Oralidad y Escritura I de la carrera de Letras de la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMDP), dictado por el dr. Juan Cegarra. La temática del cuatrimestre abordó la ciencia ficción, y de ese marco se desprende el análisis.